Oigo el ulular de unas sirenas a lo lejos. Me despiertan. Hace frío cuando salgo de la cama. Mucho frío. No recuerdo un otoño tan gélido. Miro por la ventana. Los cristales están helados. La lluvia de los últimos días ha dejado grandes surcos en la tierra. Tengo tanto frío. Bajo al salón. Necesito algo de calor y la chimenea me lo proporcionará. Acerco las manos para calentarme pero no siento calor. Me las miro y veo que no tengo mi alianza. No recuerdo habérmela quitado. Nunca me la quito. Me levanto y vuelvo sobre mis pasos y entonces, las veo. Huellas de barro por todo el salón. Aquello me encoge el corazón. Lo siento latir en la garganta. El miedo me atenaza. Subo las escaleras con sigilo, procurando no hacer ruido. Hay huellas también en ellas. Llego de nuevo a los pies de la cama. Me fijo en el espejo que refleja mi imagen. El barro me cubre. No entiendo nada. No consigo recordar haber salido fuera y mucho menos, haberme metido en la cama así. Siento movimiento detrás de mí y me giro. Estás frente a mí. Veo cómo inspiras, te llegó trazos de mi perfume. Siempre te gustó mi perfume. Pasas por delante de mí sin hablarme. Tu indiferencia y la frialdad de tu mirada me hacen recordar que peleamos hace días. Aún estás enfadado. Me llega el aroma del champú que sueles usar cuándo te duchas. Dejas un charco de agua en la habitación mientras te secas el pelo. Sales de la habitación y voy detrás de ti. Bajas con absoluta tranquilidad, siempre fuiste muy templado. Intento tocarte pero no te alcanzo. Odio tu genio y ese orgullo que hace que nunca des el brazo a torcer. Ni siquiera te importa mi aspecto. Ni te fijas en mí. Sales fuera.Te pregunto que dónde vas pero me ignoras. Lo peor es este frío. Me duele el cuerpo. Los huesos. Observo cómo intentas aplanar con los pies un punto del jardín dónde la tierra está muy removida. De repente entiendo la razón de este terrible frío que no me abandona. Hace días me asesinaste... y yo estoy enterrada allí.
Se levanta del sillón para alejarse de la soledad que está sentada enfrente. No la llamó y vino sin permiso para quedarse. La mira descarada y hasta parece que se ríe de ella. A su lado sentada está la tristeza, que la mira con esos ojos tan suyos. Se retan entre ellas a ver quién de las dos puede hacerle más daño. María sale y se sienta a la orilla de un mar que se imagina. Donde él vive no hay mar y por eso lo espera allí, sentada en la arena ahora fría mientras mira al horizonte. Se alejó de ella casi sin despedirse, sin darle tiempo a nada. Y la mata cada día con su ausencia. Ella lo llama a cada instante pero se volvió de granito y no la escucha. Se tapa los oídos porque no quiere escucharla. María lo esperará siempre aún consciente de que él jamás regresará. Y llora cada vez que piensa en él. Y suplica para que el dolor que siente en el corazón se le vaya. Y ruega en voz alta y en voz callada que la suelte. Que es su mano la que fuerte y
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